TURQUÍA I

Febrero de 2024 

En la frontera se respira cierta tensión, sobre todo del lado turco: soldados con ametralladoras, alambre de espino a lo largo del rio Maritsa, que separa geográficamente Grecia y Turquía, y un policía pistola en mano que me increpa por pararme cinco segundos de camino al último control. El edificio de control fronterizo turco se asemeja a la entrada a una mezquita, con arcos de media luna. En Turquía, que siempre se ha visto como una cultura más cercana a Europa, encontraré un islam arraigado e incluso en auge, promovido en parte por el actual gobierno de Erdogan que, de alguna manera, parece ver en la recuperación del islam tradicional el motor económico para la Turquía del futuro.

Una vez cambio euros por liras turcas, paso la ciudad de Ipsala, que lejos de impresionarme me parece aún Europa: modernos edificios y restaurantes de comida rápida por doquier. A medida que me adentro en el rural turco el panorama cambia: pequeñas aldeas apenas comunicadas por caminos de tierra, que contrastan con las grandes carreteras de varios carriles a pocos metros, pastores que dirigen el ganado entre un fuerte olor a estiércol y, el mayor peligro para un ciclista en Turquía, los perros salvajes. En muchas ocasiones son mastines abandonados, sarnosos y pulgosos que se concentran a la salida de los pueblos esperando que alguien tire su basura para rebuscar algo que echarse a la boca, normalmente con bajar de la bici vuelven echarse al suelo y continúan mordiéndose las pulgas, pero en esta ocasión uno me persigue. Me bajo de la bici colocándola entre él y yo, sigue ladrando sin parar, si tuviera un par de colegas alrededor ya se habría lanzado a morder; en este caso aparece el dueño que palo en mano empieza a pegarle mientras le grita y el perro no para de chillar. Lo siento por él, pero más sentiría si esa fiera me hubiera mordido.

En otro pueblo me invitan a un té, el primero de cientos en Oriente Medio. El campo sigue sin darme buena espina para acampar, por los perros y por el horrible olor a estiércol. Me dirijo hacia la ciudad de Kesan y antes de entrar a la ciudad encuentro un enorme cementerio cuya parte posterior está siendo ampliada. Acampo. Como ya vi en otros países, los cementerios musulmanes suelen ponerse en sitios visibles, la muerte está muy presente en el islam y no se esconde, como se hacía en el catolicismo ubicando los cementerios fuera de las ciudades.

Por la mañana ninguna novedad, un nuevo pinchazo, a pesar de tener las nuevas cubiertas. Voy a una tienda de bicicletas a comprar cámaras y pregunto al dueño si puede arreglar el pinchazo, yo estoy harto de sacar y meter cubiertas. Se hace el disimulado, después se lleva la mano al estómago alegando que está enfermo y finalmente se va con un tipo que está dispuesto a gastar un buen dinero en accesorios para su moto, una actitud que tampoco será extraña aquí. Finalmente arreglo el pinchazo en un parque y sigo camino.

Ahora debo decidir, Estambul lo tomaba como referencia cuando la gente me preguntaba hacia dónde iba, pero para nada me apetece entrar a una ciudad de quince millones de habitantes, me atrae más la costa oeste de Anatolia, la península mayor de Turquía, donde seguramente hará mejor temperatura, pues aún es invierno y las noches siguen siendo frías. Me dirijo hacia el estrecho de Dardanelos con la idea de cruzarlo en barco y le hago un amago a “Estambul-Constantinopla”.

Circular en esta zona de Turquía no tiene término medio, caminos embarrados en mal estado o carreteras con varios carriles en cada sentido, que al principio creía que eran autopistas, con coches y camiones circulando a 120 kilómetros por hora. De momento opto por los caminos, uno de éstos rodea un área militar de las muchas que encontraré en Turquía. Inconsciente de mí, saco una foto de la zona y unos metros más adelante un suboficial me da el alto, utiliza el traductor en el móvil y después de las típicas preguntas: de dónde vienes, a dónde vas, de dónde eres….

      -Estabas grabándonos?

    -No, no. Solo saqué una foto. Disculpe, la borraré.

  -Debes borrarla ahora mismo. Espera llamaré a mi oficial.

Durante la conversación los soldados en prácticas observan desde detrás de los sacos terreros agachados y fusil en mano, algunos no deben tener ni dieciocho años. El oficial llega y en perfecto inglés me pide el móvil y borra él mismo la foto que he sacado, incluso del borrador; a pesar de todo, la conversación se lleva en un tono distendido pero con cierto autoritarismo.

     -No debes deambular por estas zonas ¿entiendes? Es propiedad del ejército. -Finalmente sonríe y me desea buen viaje.

Continúo este camino por unas fuertes pendientes embarradas, empujando la bicicleta, hasta que llego a otra área militar. Un suboficial se me vuelve a acercar

     -No debes circular por aquí.

Después de esto me lanzo definitivamente a la carretera principal que por suerte tiene un amplio arcén para que circulen los tractores.

En Gelibolu cojo un barco que por 40 céntimos de euro me permite atravesar el Estrecho de Dardanelos y estar, ahora sí y oficialmente, ¡en Asia! En Lapseki pido permiso para poner mi tienda en el recinto de una mezquita, el imam me lo concede y una vez termina el Maghrib (rezo del atardecer) vuelve a hablar conmigo y en inglés.

     -Y tu ¿seguro que eres de América o Australia o por ahí verdad? – me dice en un tono algo despectivo

      -España -tras pronunciar el nombre le cambia la cara inmediatamente y sonríe.

       -Arriba hay una habitación con mantas, puedes pasar ahí la noche. ¿Tu apoyas a Israel o a Palestina? - dice cambiando totalmente el contexto.

        - Palestina, Palestina 

        - Bien amigo, después vendremos de nuevo a rezar.

Palestina e Israel han intensificado los ataques en los últimos meses, llegando al Estado de Guerra, si es que alguna vez no lo estuvieron en los últimos cincuenta años, aunque en este caso más que una guerra es una masacre por parte de Israel. Esto en Oriente Medio siempre implica posicionarse, pues me estoy adentrando en una de las zonas históricamente más conflictivas del mundo e Israel es el enemigo aquí. Aunque apoyase a Israel hubiese dicho Palestina.

Me instalo en la planta superior de la mezquita, la antesala al lugar reservado para las mujeres en el Haram (la sala de oración), las cuales solo suelen asistir a la mezquita los viernes.  Una vez instalado, los hombres vuelven a la mezquita para el Isha’ (rezo de la noche) que apenas se distancia una hora del anterior.

En el día de mi cumpleaños me dirijo hacia Çanakkale donde he reservado una habitación por Airbnb. Mientras espero la llegada del anfitrión, un tipo me para en la calle y me invita a un café. Derya es soldado jubilado a sus 50 años y se mantiene en plena forma, el ciclismo es una de sus pasiones.

     -¿Qué edad tienes? – me pregunta

     -Hoy cumplo 32 años

     -Vamos al bar.

Derya pide un pastel de chocolate con velas y me hace una pequeña celebración en plena calle. 

    -La antigua ciudad de Troya está aquí al lado. El caballo de madera que se usó en la película de Brad Pitt está en el paseo marítimo, te recomiendo visitarlo.

Kaan es un agradable chico de 24 años que me da todas las facilidades en su casa, vive con una persona transexual, algo que no debe ser nada habitual ni fácil de llevar en Turquía. Después de cenar me dirijo a la cocina, donde está el.

    -¿Is that the trush? (¿Es esto la basura?) – pregunto.

      -Yes. I am trans  – dice orgulloso.

    -No, no, me refiero a un lugar para tirar esto – ambos nos partimos de risa

Al día siguiente Derya me invita a cenar a su casa, pero rechazo la invitación, necesito descansar. Por el paseo marítimo me encuentro con el famoso caballo, es realmente grande, y de paso me paro a observar el extraño ambiente de la ciudad: mujeres con hijab que se alternan con mujeres en pantalón corto, tiendas y restaurantes con luminosos letreros y a precios europeos que se alternan con mezquitas y llamados a la oración, y un ambiente turístico mezclado con el religioso. Extraño. Por el estrecho de Dardanelos circulan enormes cargueros, pues éste comunica al Mar de Mármara y al Mar Negro con el Mediterráneo, o lo que es lo mismo, a Estambul con el resto del Mundo. También hay en la ciudad toda una legión de mansos gatos callejeros, bien cuidados y alimentados, pues muchas personas les llevan comida y les ponen casas de madera junto a las aceras. Otra novedad son los retretes, cuando no son directamente un agujero en el suelo, tienen un chorrito de agua destinado a la higiene del trasero, pues no es habitual usar papel higiénico.

Después de tres días en Çanakkale parto siguiendo la línea de costa con dirección a Izmir, para así dar algo de tiempo a que entre la primavera y el frío de la Anatolia central se vaya esfumando. En un pueblo un tipo me para y me ofrece un plato de arroz y yogur, están invitando a todo el pueblo. -Debe ser alguna celebración – pienso. Nada más lejos de la realidad, si en Grecia invitaban a los asistentes a un funeral a comer habichuelas, aquí es a arroz y yogur.

Paso la antigua ciudad de Troya, que a día de hoy es una pequeña aldea repleta de baratijas para los turistas. Los locales no dudan en hablarme en español para indicarme donde están las ruinas. Aquí se cuida bien al turista. Ruinas, que tras comprobar que cuestan veinte euros visitar, las dejo a un lado y sigo hacia el sur.

Una vez en una de esas carreteras de doble sentido que parecen autopistas, dos ciclistas me paran y tras un rato charlando:

     -Por favor no nos malinterpretes con esto, admiramos mucho lo que haces y queremos invitarte a una comida a nuestra salud.

Me dejan 200 liras turcas y una pulserita del club ciclista al que pertenecen con la cara de Atatürk.

Turquía está en estos días en plena campaña electoral y aquí la política es todo un espectáculo. Autobuses y furgonetas con altavoces y fotos de los candidatos de cada partido recorren calles e incluso carreteras con una música triunfal y distorsionada por el volumen de los altavoces. Este es un país muy politizado, la estela de Atatürk sigue vigente en la sociedad y la figura del líder político es especialmente relevante en el país. No es casualidad que el actual presidente Erdoğan lleve casi veinte años en el poder entre primer ministro y presidente.

Paso varios días recorriendo la costa del Mar de Tracia alternando entre acampadas, mezquitas y buscando pequeños bosques donde descansar del tráfico, en uno de ellos, un espacio protegido en la pequeña península de Hakkibey Yarimadasi, paso dos agradables días acampado a pesar de la prohibición de hacerlo. El invierno empieza a colear y ya casi no me acordaba de lo que es estar una tarde en el bosque sin pasar frío.

En un pequeño embarcadero y sobre las tablas de madera, un chico increpa airadamente a una chica, deben ser pareja, la situación se pone cada vez más tensa y decido pararme. Aquí la legislación sobre violencia de género no está a la orden del día y no resulta muy extraña esta situación, pero al menos quiero que sienta un mínimo de vergüenza y relaje el discurso. La pobre chica está atorada.

    -¿Y tu qué miras? – parece decir. -¡Vete de aquí, vete! – Finalmente coge a la chica del brazo y se van a otro lugar.

En un bar un tipo se ofrece a invitarme a un té. Charlamos

    -¿Hacia dónde vas?

  - Voy hacia el este de Turquía, hacia el Kurdistán – días antes me propuse no pronunciar esa palabra.

El tipo mira a su alrededor, como asegurándose de que nadie me ha escuchado. Se me acerca y en voz baja me habla.

    - No digas eso aquí, no existe, eso está en Irak. No digas esa palabra o tendrás problemas.

El conflicto entre el gobierno central y las regiones del sur y el este donde predomina el pueblo kurdo, autoproclamadas como Kurdistán, son uno de los grandes quebraderos de cabeza para el país. Las comunidades que reclaman un reconocimiento, incluso la independencia, son duramente reprimidas por el ejército que tiene presencia en cada pueblo y los líderes de las revueltas suelen ser encarcelados, como el padre de Brusck, aquel chico kurdo que conocí en el hostel de Tirana. Hablaré más tarde de esto cuando llegue al este del país.

El día anterior a mi llegada a Izmir paso por un zoo. Por curiosidad pregunto el precio, pues el barco para llegar a la ciudad no sale hasta mañana y tengo la tarde “libre”. La chica de la entrada me invita a pasar.

     -Eres nuestro huésped, pero date prisa cerramos en cuarenta minutos.

Izmir es todo lo que la Turquía moderna representa. Una ciudad con cinco millones de habitantes repleta de rascacielos, modernos edificios y comercios que se alternan con también enormes y modernas mezquitas. Salgo rápidamente de allí y recorro los barrios humildes de la ciudad con mucha menos prisa, esto es otro mundo, apenas si hay supermercados y la gente adquiere casi todo en mercadillos improvisados en la calle.

Saliendo de la ciudad me encuentro con Fikret, un ciclista de unos setenta años que hace casi cada día más de cien kilómetros en una bicicleta de paseo.

    -Te llevaré una mezquita para ver si puedes quedarte esta noche, vamos. ¿Quieres agua?, vamos… - es una persona muy nerviosa

     - Tranquilízate hombre.

     - Es que siempre tengo prisa.

En Izmir abandono definitivamente la costa. Mi objetivo ahora es atravesar el centro del país para recorrer la Capadoccia y visitar la ciudad de Konya, aunque para esto me faltan aún 700 kilómetros que probablemente no haga en bici. No quiero que Turquía se me atragante.

El paisaje se torna algo más seco y la agricultura toma definitivamente predominancia cuanto más voy hacia el interior de la Anatolia. En un pequeño pueblo encuentro a unos niños gitanos, visten ropa sucia y algunos de ellos no tienen ni zapatos. Hago algunos juegos de malabares mientras se parten de risa, dos de las niñas no paran de taconear con los zapatos que le han cogido a su madre. No he visto a nadie reír de esa manera, a carcajada limpia. Una vez me voy, las madres se ofrecen a darme una lira turca, que obviamente no acepto, tampoco me hubieran sacado de pobre esos tres céntimos de euro.

En otra mañana lluviosa paro en una granja a resguardarme del chaparrón. Halil, de 27 años, me invita a pasar por primera vez a una casa tradicional turca. Ha estudiado economía en la universidad, pero después de casarse ha vuelto con su esposa a casa de sus padres.

     -No me gustan las oficinas, la ganadería y la agricultura son lo mío.

Mientras las mujeres se ponen a cocinar para ofrecerme una comida a las 11 de la mañana llega el padre de Halil y su esposa inmediatamente se inclina ante él para poner su frente sobre su mano. En la televisión un programa del corazón, similar a los de Telecinco en España, ocupa la acústica del viejo comedor. Mientras estoy sentado en el suelo rodeado de platos de comida, todos los hombres salen aprisa del comedor gritando, sea lo que sea debe ser algo urgente, yo me me asomo a la ventana para ver qué ocurre y la abuela de Halil me ordena sentarme de nuevo en el suelo, mientras todas las mujeres me observan desde el sofá, desde la altura. Incómodo. Halil vuelve a por un cuchillo y en una breve levantada observo afuera a una vaca con el estómago hinchado y todos los hombres alrededor. Pasados unos minutos todos vuelven a la casa.

     -Una vaca se ha puesto enferma y hemos tenido que sacrificarla rápidamente, si se muere perdemos la carne. El problema es que solo teníamos a mano un cuchillo y no hemos podido cortar bien la cabeza para que el cuerpo se vacíe de sangre. Ha sido muy divertido.

Y en otro amago que hago para asomarme observo cómo están moviendo a la vaca con una excavadora mientras su cabeza cuelga de la columna vertebral, que no han podido cortar.


[...]


Llego a Konya a las cuatro de la madrugada, lloviendo. El hostel que he reservado para el fin de semana tiene el check-in a las doce, ante esto busco una mequita cercana, echo el saco de dormir y duermo un rato hasta el amanecer.

Después de dejar mis cosas en el hostel paseo por el centro de la ciudad, el bazar no me deja indiferente: especias que no había visto en mi vida, frutas disecadas desconocidas, lápidas de mármol, enormes alfombras que ocupan el suelo de toda la casa y carnicerías que venden corazones, entrañas, cabezas y patas de vaca y de cordero,

Konya tiene la reputación de ser una de las ciudades más conservadoras de Turquía. Los burkas abundan por doquier y por primera vez veo mujeres a las que ni siquiera se le ven los ojos, ocultos tras una negra rejilla, es más que curioso verlas ojeando la pantalla del teléfono móvil. Enormes mezquitas se levantan en el centro y un ambiente religioso ocupa la ciudad. Konya es también conocida como la cuna del sufismo, la rama mística del islam. Los sufíes o derviches se dividen en distintas congregaciones formadas en torno a un gran maestro y en Konya la más conocida fue la Mawlawiyya, fundada por Yalalu Al-dín Al-Rumí (conocido como Rumi) en el siglo XIII; estas congregaciones se reúnen para sesiones espirituales con el fin de pasar la Tazkiya (autopurificación) y alcanzar la Maqam (perfección de adoración). En la Malawiya, sus derviches girovagos son conocidos en todo el mundo por la práctica del Samá, una bella ceremonia que realizan danzando en círculos al compás de la música, es su forma de realizar la Tazkiya. Cada sábado tiene lugar este espectáculo en el centro cultural Mevlana y, por supuesto, iré a verlo.

Por la mañana visito el Museo Mevlana, donde está el sepulcro de Rumi, poeta, místico y fundador de la famosa danza. Sus poemas, que leo desde hace un tiempo, son verdaderas obras de arte:


Mi corazón, quédate cerca al que conoce tus caminos

Ven bajo la sombra del árbol que conforta con flores frescas,

No pasees despreocupadamente por el bazar de los perfumeros,

Quédate en la tienda del azucarero

De no encontrar el verdadero equilibrio, cualquiera puede engañarte

Cualquiera puede adornar algo hecho de paja

y hacerte tomarlo por oro.

No te inclines con un tazón ante cualquier olla hirviendo […]

 

La orquesta de flautas, tambores, violines y algo parecido a un laúd comienzan en una parsimoniosa música. Los derviches giróvagos, ataviados con largas vestimentas y algo parecido a una enorme falda blanca que llega hasta el suelo, entran uno a uno en la sala, caminando muy despacio. El maestro los recibe uno a uno y tras un amago para apenas juntar las caras, los derviches comienzan su ritual: la mano derecha apuntando al cielo, la izquierda al suelo y la cabeza ligeramente inclinada; comienzan a danzar en lentos giros que se van tornando cada vez más rápidos hasta que son realmente vertiginosos y el vuelo de la falda se extiende. Cualquier persona que probase a hacer esos giros caería mareada en segundos. Después, la música se para, la danza se detiene, se cogen a sí mismos de los hombros y a medida que la música comienza de nuevo, comienzan también los vertiginosos giros.

Tras tres días en Konya continúo hacia el este, en pocos días llegaré a la Capadocia, o eso pienso yo. A las afueras de la ciudad casas cada vez más humildes toman protagonismo. En uno de esos barrios un grupo de niños con ropa sucia y con la cara llena de churretes juegan en la calle, algunos comen zanahorias crudas a bocados y llevan zapatos de distinto modelo en cada pie. Mi bici les llama la atención, se acercan, juego un poco con ellos, malabares… les gusta.

Después de pedalear noventa kilómetros llego a un pueblo en plena noche, se promete de nuevo fresquita. En un restaurante que acaba de abrir paro a pedir agua y los tipos me invitan a pasar. En cuanto suena el llamado a la oración nos ponemos a comer, ansiosamente, pero a la vez degustando la comida. Hoy ha comenzado el Ramadán.

Después de explicarles mi situación llaman a alguien que me ofrece dormir en una casa, vamos al lugar y un tipo alto con frondosa melena me da la bienvenida. En la casa vive, al menos de contínuo, un chico de Afganistán que ha llegado a Turquía hace unos meses y ayuda en las labores agrícolas al dueño. Después de una ducha, entro a la sala donde hay una de esas pequeñas chimeneas de metal y donde se puede estar en manga corta. Este chico afgano, que poco puedo hablar con él, me llena mi taza de te sin parar, creo que nunca he disfrutado tanto de beber té.

Cuando me voy a ir a dormir el dueño de la casa aparece con sus amigos y se pasan la noche viendo la tele y charlando.

     -¿No dormís? Pregunto a las tres de la madrugada

     -¡No! -me contesta enfadado

Después entiendo su enfado, están haciendo hora para comer, pues una vez salga el sol no podrán hacerlo hasta la próxima noche. Tampoco toman agua en todo el día

 

El Amor susurra a mi oído:

“Es mejor ser presa que cazador.

Sé el Tonto mío.

¡Deja de ser el sol y se un grano de arena!

Reside junto a mi puerta como indigente.

no quieras ser vela, sé polilla,

para que pruebes el sabor de la Vida

y conozcas el poder secreto del servicio.”

Rumi


Salgo de esta casa y este pueblo agradecido pero sin haber descansado bien. Toma ahora protagonismo un amplio espacio abierto, semidesértico y ventoso que me agota aún más durante todo este día. Esa noche vuelvo a la acampada más de una semana después, para mi sorpresa en la mañana una capa de hielo recubre el suelo.

Los pedales llevan varios días con un ruido extraño, al bajarme a comprobarlo veo que el eje pedalier esta muy suelto, sin duda hay que trabajar en la pieza. En el pueblo de Emirgazi busco a un mecánico, que no hay, y un tipo se ofrece a llevarme a la ciudad de Karapinar para arreglar mi bicicleta.

Erdogan regenta un estanco y una tienda de bombonas de gas, es ingeniero naval y tras años merodeando por los puertos de Europa reparando barcos ha decidido retirarse a su pueblo. Su enfermedad tampoco le permite grandes viajes, desde hace tres meses lleva unas placas metálicas en las encías y no puede comer nada sólido. Su cara lo dice todo.

Vamos a Karapinar en su coche y en apenas unas horas ya estamos de vuelta con la bicicleta perfecta, solamente había que limpiar el interior del eje y apretar todo bien. Hablamos en inglés:

     -¿Cuánto ha costado? – pregunto, pues en ningún momento me pidió dinero

     - No ha querido cobrarnos, pero si lo hubiese hecho yo lo habría pagado. Vamos a mi tienda, te invito a comer.

Mientras comemos:

     -¿Hacia donde vas ahora?

     -Voy hacia el este del país, hacia Mardin y quizás después a Irak

     - No vayas a Mardin.

     - ¿Por qué? – pregunto

     - Terrorist, terrorist.

Lo dice refiriéndose a los kurdos. Me resulta extraño que aquel tipo tan viajado y gentil pueda calificar de terrorista a alguien, quizás en este entorno, no puede referirse a ellos de otra manera

Al terminar de comer:

     -Ya es tarde, ¿quieres que te lleve a un hotel?

     -Si no es muy caro si

Vamos a una especie de albergue juvenil y Erdogan vuelve a invitarme a una noche de hotel. Invita a una porque le dije una pero si le hubiera dicho cinco las hubiese pagado igual.

     -Escúchame, cualquier cosa que necesites, cualquiera, no tienes mas que ir a mi tienda y pedirlo, ya sabes dónde está. Te veo mañana

Las dos mañanas siguientes una suave nevada vestirá de blanco el pueblo de Emirgazi. Yo aprovecho para poner el diario al día, pues tengo una habitación enorme con escritorio y descanso realmente bien.

El tercer día, sábado, voy a hacer la compra y mi sorpresa al comprobar que no hay nadie en el albergue y la puerta está cerrada, acabo saliendo por la ventana. A mi vuelta alguien la ha cerrado, ya me veo fuera del albergue todo el fin de semana, hasta que descubro una puerta de emergencia en la parte posterior, abierta.

El lunes y después de cinco días en el económico albergue pongo rumbo, ahora sí, a la Capadoccia que está apenas a 150 kilómetros. Antes paro en el estanco de Erdogan y le agradezco de corazón su ayuda.

Atraviso ahora una zona de volcanes inactivos. Es realmente curiosa pues todo está plano y los volcanes se erigen en suaves colinas a mi alrededor. Junto a la carretera empiezo a ver pequeñas chabolas de plástico que en un principio pienso que son para guardar el ganado hasta que en una de ellas observo a tres niños. Avanzo entre los plásticos y encuentro grifos que emergen del suelo y cajetines para la electricidad. Es un campo de refugiados.

Intento atraer a los niños, con cuidado, pues se sorprenden al verme. Finalmente la hermana mayor, de unos ocho años coge de la mano a dos de sus hermanas, de en torno a cinco, mientras lleva otro en brazos, de unos dos años, y se acercan. La desconfianza no se irá de sus caras en todo el rato, cuesta sacarles alguna sonrisa y no se lo que deben de haber pasado para acabar aquí. Pasados unos minutos el padre sale de la “casa”, tengo la sensación de estar ante una persona de otro mundo, suave en las formas, mirada limpia y voz grave. Entiende algo de inglés

    - ¿De dónde venís? – pregunto

    - Siria. War, war

Paso un rato con ellos, prácticamente sin hablar pues poco podemos. De la casa aparecen unos hermosos ojos verdes entre un burka blanco que compiten seriamente con los de aquella gitana en Albania.

Enfadado por comprobar la suerte que tengo y no valoro lo suficiente, saco toda la compra que hice en la mañana y se la doy a la mujer, que reparte las galletas entre sus cuatro hijos, aunque tiene uno más, un bebé que no llega al año. Los niños se lanzan rápidamente a las galletas y empiezan a devorarlas con las manos sucias. 


[...]











Frontera en Ipsala








No sé quién es









Controles habituales









Invitación tras un entierro









Echando la tarde








Desayunos en compañía









Reir








En la granja de Halil









La mística Konya







Sepulcro de Rumi









El Samá de los derviches girovagos









¿Quién tiene hambre?






























Este si que es el gran Erdogan








Campo de refugiados cerca de Emirgazi


















Entradas populares de este blog

BOSNIA-HERZEGOVINA

ESPAÑA