TURQUÍA I
Febrero de 2024
En la frontera se respira cierta
tensión, sobre todo del lado turco: soldados con ametralladoras, alambre de
espino a lo largo del rio Maritsa, que separa geográficamente Grecia y Turquía,
y un policía pistola en mano que me increpa por pararme cinco segundos de
camino al último control. El edificio de control fronterizo turco se asemeja a
la entrada a una mezquita, con arcos de media luna. En Turquía, que siempre se
ha visto como una cultura más cercana a Europa, encontraré un islam arraigado e
incluso en auge, promovido en parte por el actual gobierno de Erdogan que, de
alguna manera, parece ver en la recuperación del islam tradicional el motor
económico para la Turquía del futuro.
Una vez cambio euros por liras
turcas, paso la ciudad de Ipsala, que lejos de impresionarme me parece aún
Europa: modernos edificios y restaurantes de comida rápida por doquier. A
medida que me adentro en el rural turco el panorama cambia: pequeñas aldeas
apenas comunicadas por caminos de tierra, que contrastan con las grandes
carreteras de varios carriles a pocos metros, pastores que dirigen el ganado
entre un fuerte olor a estiércol y, el mayor peligro para un ciclista en
Turquía, los perros salvajes. En muchas ocasiones son mastines abandonados, sarnosos
y pulgosos que se concentran a la salida de los pueblos esperando que alguien
tire su basura para rebuscar algo que echarse a la boca, normalmente con bajar
de la bici vuelven echarse al suelo y continúan mordiéndose las pulgas, pero en
esta ocasión uno me persigue. Me bajo de la bici colocándola entre él y yo,
sigue ladrando sin parar, si tuviera un par de colegas alrededor ya se habría
lanzado a morder; en este caso aparece el dueño que palo en mano empieza a pegarle
mientras le grita y el perro no para de chillar. Lo siento por él, pero más
sentiría si esa fiera me hubiera mordido.
En otro pueblo me invitan a un
té, el primero de cientos en Oriente Medio. El campo sigue sin darme buena
espina para acampar, por los perros y por el horrible olor a estiércol. Me
dirijo hacia la ciudad de Kesan y antes de entrar a la ciudad encuentro un
enorme cementerio cuya parte posterior está siendo ampliada. Acampo. Como ya vi
en otros países, los cementerios musulmanes suelen ponerse en sitios visibles,
la muerte está muy presente en el islam y no se esconde, como se hacía en el
catolicismo ubicando los cementerios fuera de las ciudades.
Por la mañana ninguna novedad, un
nuevo pinchazo, a pesar de tener las nuevas cubiertas. Voy a una tienda de
bicicletas a comprar cámaras y pregunto al dueño si puede arreglar el pinchazo,
yo estoy harto de sacar y meter cubiertas. Se hace el disimulado, después se
lleva la mano al estómago alegando que está enfermo y finalmente se va con un
tipo que está dispuesto a gastar un buen dinero en accesorios para su moto, una
actitud que tampoco será extraña aquí. Finalmente arreglo el pinchazo en un
parque y sigo camino.
Ahora debo decidir, Estambul lo
tomaba como referencia cuando la gente me preguntaba hacia dónde iba, pero para
nada me apetece entrar a una ciudad de quince millones de habitantes, me atrae más la costa oeste de Anatolia, la península mayor de Turquía, donde
seguramente hará mejor temperatura, pues aún es invierno y las noches siguen
siendo frías. Me dirijo hacia el estrecho de Dardanelos con la idea de cruzarlo
en barco y le hago un amago a “Estambul-Constantinopla”.
Circular en esta zona de Turquía
no tiene término medio, caminos embarrados en mal estado o carreteras con
varios carriles en cada sentido, que al principio creía que eran autopistas,
con coches y camiones circulando a 120 kilómetros por hora. De momento opto por
los caminos, uno de éstos rodea un área militar de las muchas que encontraré en
Turquía. Inconsciente de mí, saco una foto de la zona y unos metros más
adelante un suboficial me da el alto, utiliza el traductor en el móvil y
después de las típicas preguntas: de dónde vienes, a dónde vas, de dónde eres….
-Estabas grabándonos?
-No, no. Solo saqué una foto. Disculpe,
la borraré.
-Debes borrarla ahora mismo. Espera
llamaré a mi oficial.
Durante la conversación los soldados
en prácticas observan desde detrás de los sacos terreros agachados y fusil en
mano, algunos no deben tener ni dieciocho años. El oficial llega y en perfecto
inglés me pide el móvil y borra él mismo la foto que he sacado, incluso del
borrador; a pesar de todo, la conversación se lleva en un tono distendido
pero con cierto autoritarismo.
-No debes deambular por estas zonas
¿entiendes? Es propiedad del ejército. -Finalmente sonríe y me desea buen
viaje.
Continúo este camino por unas fuertes pendientes embarradas, empujando la bicicleta, hasta que llego a otra área militar. Un suboficial se me vuelve a acercar
-No debes circular por aquí.
Después de esto me lanzo definitivamente a la carretera principal que por suerte tiene un amplio arcén para que circulen los tractores.
En Gelibolu cojo un barco que por
40 céntimos de euro me permite atravesar el Estrecho de Dardanelos y
estar, ahora sí y oficialmente, ¡en Asia! En Lapseki pido permiso para
poner mi tienda en el recinto de una mezquita, el imam me lo concede y una vez
termina el Maghrib (rezo del atardecer) vuelve a hablar conmigo y en
inglés.
-Y tu ¿seguro que eres de América o
Australia o por ahí verdad? – me dice en un tono algo despectivo
-España -tras pronunciar el nombre le
cambia la cara inmediatamente y sonríe.
-Arriba hay una habitación con mantas,
puedes pasar ahí la noche. ¿Tu apoyas a Israel o a Palestina? - dice cambiando
totalmente el contexto.
- Palestina, Palestina
- Bien amigo, después vendremos de nuevo a rezar.
Palestina e Israel han
intensificado los ataques en los últimos meses, llegando al Estado de Guerra,
si es que alguna vez no lo estuvieron en los últimos cincuenta años, aunque en
este caso más que una guerra es una masacre por parte de Israel. Esto en
Oriente Medio siempre implica posicionarse, pues me estoy adentrando en una de
las zonas históricamente más conflictivas del mundo e Israel es el enemigo aquí.
Me instalo en la planta superior
de la mezquita, la antesala al lugar reservado para las mujeres en el Haram
(la sala de oración), las cuales solo suelen asistir a la mezquita los viernes. Una vez instalado, los hombres vuelven a la
mezquita para el Isha’ (rezo de la noche) que apenas se distancia una
hora del anterior.
En el día de mi cumpleaños me
dirijo hacia Çanakkale donde he reservado una habitación por Airbnb. Mientras
espero la llegada del anfitrión, un tipo me para en la calle y me invita a un
café. Derya es soldado jubilado a sus 50 años y se mantiene en plena forma, el
ciclismo es una de sus pasiones.
-¿Qué edad tienes? – me pregunta
-Hoy cumplo 32 años
-Vamos al bar.
Derya pide un pastel de chocolate con velas y me hace una pequeña celebración en plena calle.
-La
antigua ciudad de Troya está aquí al lado. El caballo de madera que se usó en
la película de Brad Pitt está en el paseo marítimo, te recomiendo visitarlo.
Kaan es un agradable chico de
24 años que me da todas las facilidades en su casa, vive con una
persona transexual, algo que no debe ser nada habitual ni fácil de llevar en
Turquía. Después de cenar me dirijo a la cocina, donde está el.
-¿Is that the trush? (¿Es esto la
basura?) – pregunto.
-Yes. I am trans – dice orgulloso.
-No, no, me refiero a un lugar para
tirar esto – ambos nos partimos de risa
Al día siguiente Derya me invita a cenar a su casa, pero rechazo la invitación, necesito descansar. Por el paseo marítimo me encuentro con el famoso caballo, es realmente grande, y de paso me paro a observar el extraño ambiente de la ciudad: mujeres con hijab que se alternan con mujeres en pantalón corto, tiendas y restaurantes con luminosos letreros y a precios europeos que se alternan con mezquitas y llamados a la oración, y un ambiente turístico mezclado con el religioso. Extraño. Por el estrecho de Dardanelos circulan enormes cargueros, pues éste comunica al Mar de Mármara y al Mar Negro con el Mediterráneo, o lo que es lo mismo, a Estambul con el resto del Mundo. También hay en la ciudad toda una legión de mansos gatos callejeros, bien cuidados y alimentados, pues muchas personas les llevan comida y les ponen casas de madera junto a las aceras. Otra novedad son los retretes, cuando no son directamente un agujero en el suelo, tienen un chorrito de agua destinado a la higiene del trasero, pues no es habitual usar papel higiénico.
Después de tres días en Çanakkale
parto siguiendo la línea de costa con dirección a Izmir, para así dar algo de tiempo
a que entre la primavera y el frío de la Anatolia central se vaya esfumando. En
un pueblo un tipo me para y me ofrece un plato de arroz y yogur, están
invitando a todo el pueblo. -Debe ser alguna celebración – pienso. Nada más
lejos de la realidad, si en Grecia invitaban a los asistentes a un funeral a
comer habichuelas, aquí es a arroz y yogur.
Paso la antigua ciudad de Troya,
que a día de hoy es una pequeña aldea repleta de baratijas para los turistas.
Los locales no dudan en hablarme en español para indicarme donde están las
ruinas. Aquí se cuida bien al turista. Ruinas, que tras comprobar que cuestan
veinte euros visitar, las dejo a un lado y sigo hacia el sur.
Una vez en una de esas carreteras
de doble sentido que parecen autopistas, dos ciclistas me paran y tras un rato
charlando:
-Por favor no nos malinterpretes con esto, admiramos mucho lo que haces y queremos invitarte a una comida a nuestra salud.
Me dejan 200 liras turcas y una pulserita del club ciclista al que
pertenecen con la cara de Atatürk.
Turquía está en estos días en
plena campaña electoral y aquí la política es todo un espectáculo. Autobuses y
furgonetas con altavoces y fotos de los candidatos de cada partido recorren
calles e incluso carreteras con una música triunfal y distorsionada por el
volumen de los altavoces. Este es un país muy politizado, la estela de Atatürk
sigue vigente en la sociedad y la figura del líder político es especialmente
relevante en el país. No es casualidad que el actual presidente Erdoğan lleve
casi veinte años en el poder entre primer ministro y presidente.
Paso varios días
recorriendo la costa del Mar de Tracia alternando entre acampadas, mezquitas y
buscando pequeños bosques donde descansar del tráfico, en uno de ellos, un
espacio protegido en la pequeña península de Hakkibey Yarimadasi, paso
dos agradables días acampado a pesar de la prohibición de hacerlo. El invierno
empieza a colear y ya casi no me acordaba de lo que es estar una tarde en el
bosque sin pasar frío.
En un pequeño embarcadero y sobre
las tablas de madera, un chico increpa airadamente a una chica, deben ser
pareja, la situación se pone cada vez más tensa y decido pararme. Aquí la
legislación sobre violencia de género no está a la orden del día y no resulta
muy extraña esta situación, pero al menos quiero que sienta un mínimo de
vergüenza y relaje el discurso. La pobre chica está atorada.
-¿Y tu qué miras? – parece decir. -¡Vete de
aquí, vete! – Finalmente coge a la chica del brazo y se van a otro lugar.
En un bar un tipo se ofrece a
invitarme a un té. Charlamos
-¿Hacia dónde vas?
- Voy hacia el este de Turquía, hacia el
Kurdistán – días antes me propuse no pronunciar esa palabra.
El tipo mira a su alrededor, como
asegurándose de que nadie me ha escuchado. Se me acerca y en voz baja me habla.
- No digas eso aquí, no existe, eso está en
Irak. No digas esa palabra o tendrás problemas.
El conflicto entre el gobierno central y las regiones del sur y el este donde predomina el pueblo kurdo, autoproclamadas como Kurdistán, son uno de los grandes quebraderos de cabeza para el país. Las comunidades que reclaman un reconocimiento, incluso la independencia, son duramente reprimidas por el ejército que tiene presencia en cada pueblo y los líderes de las revueltas suelen ser encarcelados, como el padre de Brusck, aquel chico kurdo que conocí en el hostel de Tirana. Hablaré más tarde de esto cuando llegue al este del país.
El día anterior a mi llegada a
Izmir paso por un zoo. Por curiosidad pregunto el precio, pues el barco para
llegar a la ciudad no sale hasta mañana y tengo la tarde “libre”. La chica de
la entrada me invita a pasar.
-Eres nuestro huésped, pero date prisa
cerramos en cuarenta minutos.
Izmir es todo lo que la Turquía
moderna representa. Una ciudad con cinco millones de habitantes repleta de
rascacielos, modernos edificios y comercios que se alternan con también enormes
y modernas mezquitas. Salgo rápidamente de allí y recorro los barrios humildes
de la ciudad con mucha menos prisa, esto es otro mundo, apenas si hay
supermercados y la gente adquiere casi todo en mercadillos improvisados en la
calle.
Saliendo de la ciudad me
encuentro con Fikret, un ciclista de unos setenta años que hace casi cada día
más de cien kilómetros en una bicicleta de paseo.
-Te llevaré una mezquita para ver si
puedes quedarte esta noche, vamos. ¿Quieres agua?, vamos… - es una persona muy
nerviosa
- Tranquilízate hombre.
- Es que siempre tengo prisa.
En Izmir abandono definitivamente
la costa. Mi objetivo ahora es atravesar el centro del país para recorrer la
Capadoccia y visitar la ciudad de Konya, aunque para esto me faltan aún 700
kilómetros que probablemente no haga en bici. No quiero que Turquía se me
atragante.
El paisaje se torna algo más seco
y la agricultura toma definitivamente predominancia cuanto más voy hacia el
interior de la Anatolia. En un pequeño pueblo encuentro a unos niños gitanos, visten
ropa sucia y algunos de ellos no tienen ni zapatos. Hago algunos juegos de
malabares mientras se parten de risa, dos de las niñas no paran de taconear con
los zapatos que le han cogido a su madre. No he visto a nadie reír de esa
manera, a carcajada limpia. Una vez me voy, las madres se ofrecen a darme una
lira turca, que obviamente no acepto, tampoco me hubieran sacado de pobre esos tres
céntimos de euro.
En otra mañana lluviosa paro en
una granja a resguardarme del chaparrón. Halil, de 27 años, me invita a pasar por primera
vez a una casa tradicional turca. Ha estudiado economía en la universidad, pero
después de casarse ha vuelto con su esposa a casa de sus padres.
-No me gustan las oficinas, la ganadería y
la agricultura son lo mío.
Mientras las mujeres se ponen a
cocinar para ofrecerme una comida a las 11 de la mañana llega el padre de
Halil y su esposa inmediatamente se inclina ante él para poner su frente sobre su
mano. En la televisión un programa del corazón, similar a los de Telecinco en
España, ocupa la acústica del viejo comedor. Mientras estoy sentado en el suelo
rodeado de platos de comida, todos los hombres salen aprisa del comedor
gritando, sea lo que sea debe ser algo urgente, yo me me asomo a la ventana
para ver qué ocurre y la abuela de Halil me ordena sentarme de nuevo en el suelo,
mientras todas las mujeres me observan desde el sofá, desde la altura.
Incómodo. Halil vuelve a por un cuchillo y en una breve levantada observo
afuera a una vaca con el estómago hinchado y todos los hombres alrededor.
Pasados unos minutos todos vuelven a la casa.
-Una vaca se ha puesto enferma y hemos
tenido que sacrificarla rápidamente, si se muere perdemos la carne. El problema
es que solo teníamos a mano un cuchillo y no hemos podido cortar bien la cabeza
para que el cuerpo se vacíe de sangre. Ha sido muy divertido.
Y en otro amago que hago para
asomarme observo cómo están moviendo a la vaca con una excavadora mientras su
cabeza cuelga de la columna vertebral, que no han podido cortar.
[...]
Llego a Konya a las cuatro de la madrugada, lloviendo. El
hostel que he reservado para el fin de semana tiene el check-in a las
doce, ante esto busco una mequita cercana, echo el saco de dormir y duermo un
rato hasta el amanecer.
Después de dejar mis cosas en el hostel paseo por el centro
de la ciudad, el bazar no me deja indiferente: especias que no había visto en
mi vida, frutas disecadas desconocidas, lápidas de mármol, enormes alfombras
que ocupan el suelo de toda la casa y carnicerías que venden corazones,
entrañas, cabezas y patas de vaca y de cordero,
Konya tiene la reputación de ser una de las ciudades más
conservadoras de Turquía. Los burkas abundan por doquier y por primera vez veo
mujeres a las que ni siquiera se le ven los ojos, ocultos tras una negra
rejilla, es más que curioso verlas ojeando la pantalla del teléfono móvil.
Enormes mezquitas se levantan en el centro y un ambiente religioso ocupa la
ciudad. Konya es también conocida como la cuna del sufismo, la rama mística del
islam. Los sufíes o derviches se dividen en distintas congregaciones formadas en
torno a un gran maestro y en Konya la más conocida fue la Mawlawiyya, fundada
por Yalalu Al-dín Al-Rumí (conocido como Rumi) en el siglo XIII; estas
congregaciones se reúnen para sesiones espirituales con el fin de pasar la Tazkiya
(autopurificación) y alcanzar la Maqam (perfección de adoración). En la
Malawiya, sus derviches girovagos son conocidos en todo el mundo por la práctica
del Samá, una bella ceremonia que realizan danzando en círculos al
compás de la música, es su forma de realizar la Tazkiya. Cada sábado tiene
lugar este espectáculo en el centro cultural Mevlana y, por supuesto, iré a
verlo.
Por la mañana visito el Museo Mevlana, donde está el sepulcro de Rumi, poeta, místico y fundador de la famosa danza. Sus poemas, que leo desde hace un tiempo, son verdaderas obras de arte:
Mi corazón, quédate cerca al que conoce tus caminos
Ven bajo la sombra del árbol que conforta con flores frescas,
No pasees despreocupadamente por el bazar de los perfumeros,
Quédate en la tienda del azucarero
De no encontrar el verdadero equilibrio, cualquiera puede engañarte
Cualquiera puede adornar algo hecho de paja
y hacerte tomarlo por oro.
No te inclines con un tazón ante cualquier olla hirviendo […]
La orquesta de flautas, tambores, violines y algo parecido a
un laúd comienzan en una parsimoniosa música. Los derviches giróvagos,
ataviados con largas vestimentas y algo parecido a una enorme falda blanca que
llega hasta el suelo, entran uno a uno en la sala, caminando muy despacio.
El maestro los recibe uno a uno y tras un amago para apenas juntar las caras,
los derviches comienzan su ritual: la mano derecha apuntando al cielo, la
izquierda al suelo y la cabeza ligeramente inclinada; comienzan a danzar en
lentos giros que se van tornando cada vez más rápidos hasta que son realmente
vertiginosos y el vuelo de la falda se extiende. Cualquier persona que probase a
hacer esos giros caería mareada en segundos. Después, la música se para, la
danza se detiene, se cogen a sí mismos de los hombros y a medida que la música
comienza de nuevo, comienzan también los vertiginosos giros.
Tras tres días en Konya continúo hacia el este, en pocos días llegaré a la Capadocia, o eso pienso yo. A las afueras de la ciudad casas cada vez más humildes toman protagonismo. En uno de esos barrios un grupo de niños con ropa sucia y con la cara llena de churretes juegan en la calle, algunos comen zanahorias crudas a bocados y llevan zapatos de distinto modelo en cada pie. Mi bici les llama la atención, se acercan, juego un poco con ellos, malabares… les gusta.
Después de pedalear noventa kilómetros llego a un pueblo en plena noche, se promete de nuevo fresquita. En un restaurante que acaba de abrir paro a pedir agua y los tipos me invitan a pasar. En cuanto suena el llamado a la oración nos ponemos a comer, ansiosamente, pero a la vez degustando la comida. Hoy ha comenzado el Ramadán.
Después de explicarles mi situación llaman a alguien que me ofrece dormir en una casa, vamos al lugar y un tipo alto con frondosa melena
me da la bienvenida. En la casa vive, al menos de contínuo, un chico de
Afganistán que ha llegado a Turquía hace unos meses y ayuda en las labores
agrícolas al dueño. Después de una ducha, entro a la sala donde hay una de esas pequeñas chimeneas de metal y donde se puede estar
en manga corta. Este chico afgano, que poco puedo hablar con él, me llena mi
taza de te sin parar, creo que nunca he disfrutado tanto de beber té.
Cuando me voy a ir a dormir el dueño de la casa aparece con
sus amigos y se pasan la noche viendo la tele y charlando.
-¿No dormís?
Pregunto a las tres de la madrugada
-¡No! -me
contesta enfadado
Después entiendo su enfado, están haciendo hora para comer, pues una vez salga el sol no podrán hacerlo hasta la próxima noche. Tampoco toman agua en todo el día
El Amor susurra a mi oído:
“Es mejor ser presa que cazador.
Sé el Tonto mío.
¡Deja de ser el sol y se un grano de arena!
Reside junto a mi puerta como indigente.
no quieras ser vela, sé polilla,
para que pruebes el sabor de la Vida
y conozcas el poder secreto del servicio.”
Rumi
Salgo de esta casa y este pueblo agradecido pero sin haber
descansado bien. Toma ahora protagonismo un amplio espacio abierto,
semidesértico y ventoso que me agota aún más durante todo este día. Esa noche
vuelvo a la acampada más de una semana después, para mi sorpresa en la mañana
una capa de hielo recubre el suelo.
Los pedales llevan varios días con un ruido extraño, al
bajarme a comprobarlo veo que el eje pedalier esta muy suelto, sin duda hay que
trabajar en la pieza. En el pueblo de Emirgazi busco a un mecánico, que no hay,
y un tipo se ofrece a llevarme a la ciudad de Karapinar para arreglar mi
bicicleta.
Erdogan regenta un estanco y una tienda de bombonas de gas, es ingeniero naval y tras años merodeando por los puertos de
Europa reparando barcos ha decidido retirarse a su pueblo. Su enfermedad
tampoco le permite grandes viajes, desde hace tres meses lleva unas placas
metálicas en las encías y no puede comer nada sólido. Su cara lo dice todo.
Vamos a Karapinar en su coche y en apenas unas horas ya
estamos de vuelta con la bicicleta perfecta, solamente había que limpiar el
interior del eje y apretar todo bien. Hablamos en inglés:
-¿Cuánto ha
costado? – pregunto, pues en ningún momento me pidió dinero
- No ha querido
cobrarnos, pero si lo hubiese hecho yo lo habría pagado. Vamos a mi tienda, te
invito a comer.
Mientras comemos:
-¿Hacia donde vas
ahora?
-Voy hacia el este del país, hacia Mardin y quizás después a Irak
- No vayas a
Mardin.
- ¿Por qué? –
pregunto
- Terrorist,
terrorist.
Lo dice refiriéndose a los kurdos. Me resulta extraño que
aquel tipo tan viajado y gentil pueda calificar de terrorista a alguien, quizás en este entorno, no puede referirse a ellos de otra manera
Al terminar de comer:
-Ya es tarde,
¿quieres que te lleve a un hotel?
-Si no es muy
caro si
Vamos a una especie de albergue juvenil y Erdogan vuelve a
invitarme a una noche de hotel. Invita a una porque le dije una pero si le
hubiera dicho cinco las hubiese pagado igual.
-Escúchame,
cualquier cosa que necesites, cualquiera, no tienes mas que ir a mi tienda y
pedirlo, ya sabes dónde está. Te veo mañana
Las dos mañanas siguientes una suave nevada vestirá de
blanco el pueblo de Emirgazi. Yo aprovecho para poner el diario al día, pues
tengo una habitación enorme con escritorio y descanso realmente bien.
El tercer día, sábado, voy a hacer la compra y mi sorpresa
al comprobar que no hay nadie en el albergue y la puerta está cerrada, acabo
saliendo por la ventana. A mi vuelta alguien la ha cerrado, ya me veo fuera del
albergue todo el fin de semana, hasta que descubro una puerta de emergencia en
la parte posterior, abierta.
El lunes y después de cinco días en el económico albergue pongo rumbo, ahora sí, a la Capadoccia que está apenas a 150 kilómetros. Antes paro en el estanco de Erdogan y le agradezco de corazón su ayuda.
Atraviso ahora una zona de volcanes inactivos. Es realmente
curiosa pues todo está plano y los volcanes se erigen en suaves colinas a mi
alrededor. Junto a la carretera empiezo a ver pequeñas chabolas de plástico que en
un principio pienso que son para guardar el ganado hasta que en una de ellas
observo a tres niños. Avanzo entre los plásticos y encuentro grifos que emergen
del suelo y cajetines para la electricidad. Es un campo de refugiados.
Intento atraer a los niños, con cuidado, pues se sorprenden
al verme. Finalmente la hermana mayor, de unos ocho años coge de la mano a dos
de sus hermanas, de en torno a cinco, mientras lleva otro en brazos, de unos dos
años, y se acercan. La desconfianza no se irá de sus caras en todo el rato, cuesta sacarles
alguna sonrisa y no se lo que deben de haber pasado para acabar aquí. Pasados
unos minutos el padre sale de la “casa”, tengo la sensación de estar ante una
persona de otro mundo, suave en las formas, mirada limpia y voz grave. Entiende
algo de inglés
- ¿De dónde venís?
– pregunto
- Siria. War,
war
Paso un rato con ellos, prácticamente sin hablar pues poco
podemos. De la casa aparecen unos hermosos ojos verdes entre un burka blanco que compiten seriamente con los de aquella gitana en Albania.
Enfadado por comprobar la suerte que tengo y no valoro lo suficiente, saco toda la compra que hice en la mañana y se la doy a la mujer, que reparte las galletas entre sus cuatro hijos, aunque tiene uno más, un bebé que no llega al año. Los niños se lanzan rápidamente a las galletas y empiezan a devorarlas con las manos sucias.
[...]